A veces intento imaginarme mi yo con 28
años. Me resulta algo divertido porque puedo inventarme
completamente mi vida de joven adulta.
Me imagino con un bebé en los brazos,
una niña. Una niña pequeña de 6 quilos. Una niña guapa y bonita.
Una niña que crece feliz. Una niña que se ríe cuando la agitas en
el aire o cuando su papá le hace muecas o cuando le hago cosquillas en la barriga
con la boca.
Me imagino en una ciudad. Una ciudad
cerca de otra ciudad donde viven mis padres, cerca de donde viven mis
amigos. Una ciudad con playa para poder pasear conmigo misma. Una
ciudad ajetreada y con muchos semáforos que me agobian porque me
hacen llegar tarde al trabajo.
Me imagino siendo banquera. Trabajando
en una oficina en la que a media mañana mi secretaria me trae un
café con leche y sacarina. Una oficina en la que mi jefe es un tipo
enrollado y nos invita de vez en cuando a cenar. Una oficina en dónde
hay un buen ambiente y en la que no me importa quedarme un rato más
charlando con mis compañeros de trabajo.
Me imagino en otro país. Me imagino en
un país con frío, con nieve. Me imagino en un país lejano, echando
de menos a mis amigos, a mi familia, a mi casa de toda la vida. Me
imagino escribiendo cartas. Me imagino explicando anécdotas.
Me imagino haciéndome mayor. Me
imagino nómada, que voy y que vuelvo, que viajo. Me imagino
recordando y conociendo. Me imagino haciendo. Me imagino aprendiendo.
Me imagino yo.
Y ahora que ya se me cierran los ojos,
vuelvo al 2013, a febrero, al día 5. Vuelvo a pensar en los amigos
que tengo y que no encontraré en la ciudad imaginada, ni en la
oficina imaginada, ni en la vida imaginada. Y ya no quiero imaginar
más, no quiero crecer, porque sé que cuando tenga los 28 me
imaginaré cómo podría haber sido mi vida con 16 y no quiero
imaginarla, quiero contarla, esté dónde esté y rodeada sea de
quién sea.
Atentamente,
Sandra Mouat de 16 años.