Erase una vez un pueblecito llamado Caledón. En él vivía un rey viudo que tenía una hija, Emergilda. Vivían en una casa en las afueras de Caledón. Tenían un rebaño de ovejas y un par de cabras. La cocinera les deleitaba cada día con manjares nuevos y el jardinero les cuidaba las encinas, las acacias y los fresnos. Tenían un perro que les hacía de guardián casero y ladraba a todo aquel desconocido que se acercara a la verja de entrada.
Caledón no era más que veinte casas agrupadas en cuatro calles, una iglesia, un castillo abandonado y una plaza dónde los viejos compartían sus vivencias de la juventud entre ellos y con las palomas. Hacía ya tiempo que en el pueblo residía un dragón. Éste vivía a orillas del río Beniscornia, dónde había un sinfín de cuevas que le protegían de la luz solar del día y de la brisa fría nocturna. Los caledinos habían bautizado al dragón como Galacion y lo trataban como a un habitante más del pueblo: le daban de comer tres veces al día y le limpiaban sus cuevas mensualmente.
Un día, cuando Emergilda fue a darle el desayuno a Galacion, se llevó una gran sorpresa: el dragón había desaparecido. Se disparó la alarma en el pueblo: todo el mundo fue en busca del dragón, se organizaron expediciones de búsqueda cada treinta minutos, se revisaban todos y cada uno de los rincones de las dieciocho cuevas de Galacion, se revolvieron los calabozos del castillo por si se le hubiera ocurrido esconderse ahí, se comunicó la desaparición del dragón a los pueblos vecinos…
Pasaron días y semanas y el pueblo seguía de luto. Ya no tenían cada viernes ese espectáculo pirotécnico que les ofrecía Galacion al que todos los habitantes de Caledón y alrededores asistían.
Justo el día en el que se cumplían dos meses de su desaparición apareció un caballero elegante y apuesto galopando sobre su frisón. Se acercó a la princesa Emergilda, so caballo, saludo estiloso y refinado y una mala noticia: Galacion había sido secuestrado. Pero también una buena: el distinguido caballero había sido capaz de rescatarlo. La princesa Emergilda se enamoró en el primer momento del joven de nombre Jorge y éste también de ella.
Todo el pueblo aplaudió al ver llegar a lo lejos a Galacion cojeando y con algún rasguño en el pecho. Galacion se acercó a la princesa y le regaló una rosa que aguantaba con la boca. Estaba cansado y malherido pero no pudo no regalarles a todos sus vecinos el último de sus suspiros píricos. Quedaron encantados, fascinados. Y también quedaron helados al verle desplomarse en el suelo como hoja caduca que cae en otoño. Hoy, 23 de Abril, recordamos su muerte.
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